Friday, July 2, 2010

JAIME LOZANO RIVERA , Abogado Universidad Santiago de Cali



También conocido como el Tribunal de la Inquisición (lat. Inquiro: indagar, preguntar). Desde sus orígenes en Europa, a finales del siglo XII, hasta principios del siglo XVIII es sinónimo de terror, tortura y muerte. Poco a poco el papado se había convertido en una burocracia centralizadora y legisladora, cuyo poder alcanzaba a todas las esferas de la vida cotidiana. Marcaba reglas y condiciones para la totalidad de las principales ocasiones y facetas de las vida: el bautismo, la confirmación, la confesión, la comunión, la penitencia, el matrimonio, la enseñanza y deberes religiosos, la limosna, la usura, las últimas voluntades, el testamento, los últimos ritos, el sepelio, los cementerios, las plegarias y las misas para los difuntos. Es apenas comprensible que este grado de control y vigilancia fuera asfixiante. La opulencia, el boato de que hacían ostentación los obispos, las riquezas acumuladas por algunas órdenes monásticas, los privilegios y la corrupción del clero, contrastaba con la miseria de los demás. La inquisición nació para erradicar y castigar los movimientos heréticos que no eran más que expresiones de disgusto ante los excesos del clero y la riqueza de la iglesia católica. Entonces se concibió como herejía cualquier conducta, doctrina u opinión contraria a la de la iglesia secularizada. Según Santo Tomás de Aquino – cuyos escritos aún sostienen la base de la doctrina católica en nuestros días – la herejía era un pecado que merece, no solo la excomunión, sino también la muerte. Existían dos tradiciones heréticas principales, las cuales serían blanco de la inquisición: los Cátaros y los Valdenses. Condenaban y combatían la corrupción y veneración de santos, los diezmos y la necesidad de celebrar el culto en edificios enormes y costosos. Argüían que la iglesia había sucumbido a las tentaciones de la riqueza y el poder mundano. Fueron estos los que provocaron la reacción violenta del papa Inocencio III y llevaron a la creación del Tribunal Eclesiástico del Santo Oficio. Durante su papado, se le dio al procedimiento canónico su naturaleza inquisitiva. En el primer año de su pontificado solicitó que se ejecutara a los herejes reincidentes cuando la excomunión resultase ineficaz. También propuso que se empleara el exilio, la confiscación y la destitución de los cargos oficiales para combatir a los herejes. Estas medidas formarían parte del amplio repertorio de castigos de la inquisición. Inocencio III ofreció las mismas indulgencias que se ordenaban a los cruzados que viajaban a Tierra Santa: el perdón de los pecados y la palma del martirio en caso de morir en el campo de batalla. Grandes señores seculares vieron en esta oferta una oportunidad de obtener los beneficios materiales y espirituales de una cruzada, sin necesidad de emprender un viaje azaroso que además exigía mucho tiempo y recursos. En la ciudad de Béziers (Francia), todos los habitantes fueron pasados a cuchillo. Se estima que fueron 20.000 las víctimas. Muchos ancianos, mujeres y niños se apiñaron en la Iglesia de Santa María Magdalena. Rezaban a su patrona en su festividad, implorando protección. Los cruzados no tuvieron piedad, derribaron las puertas y los mataron brutalmente a todos. Muy pronto la ciudad entera ardió. Acto seguido, los señores de la cruzada dirigieron su atención hacia las riquezas materiales. El próximo 22 de julio se cumplen 801 años de esta masacre, donde se acuñó la frase: “matadlos a todos, Dios reconocerá los suyos”. Era el preludio anunciador de la orgía de sangre que vendría después. En Laval asesinaron en una sola vez a 400 albingenses; en la aldea de Cazeras hicieron lo propio con 60. El Concilio de Letrán consolidó los dos objetivos principales de Inocencio III: se planeó una cruzada que partiría camino de Tierra Santa el 01 de junio de 1217 y la supresión de la herejía. Años después, Gregorio IX dedicó sus energías a desarrollar los postulados de su antecesor y con tal fin promulgó la Constitución llamada “Excommunicamus” que aportó leyes detalladas para castigo de los herejes, vale decir, excomunión, cadena perpetua, sin derecho al recurso de apelación (el hecho de que un abogado defendiese a un hereje equivaldría a reconocer que él mismo era un hereje), la confiscación de bienes y la exhumación de los herejes no castigados. Contando con una legislación y con manuales para los inquisidores, se creó un procedimiento estándar en los países donde se hallaba instaurada (Alemania, Francia, Italia, Polonia, Lituania, Reino Unido, Dinamarca, Portugal, Suiza, Hungría y España). Aunque el Tribunal del Santo Oficio fue creado para evitar los avances de la herejía, se ocupó también de las supersticiones (hechicería y brujería), judíos, moriscos, protestantes, blasfemos, vagos, borrachos, adúlteros, fornicadores y homosexuales. Los perpetradores de la inquisición eran eclesiásticos de todos los rangos: papas, obispos, frailes y sacerdotes. Se consideraba prueba de herejía todo lo que el inquisidor quisiera: la más leve sospecha, el más gratuito pálpito, la más retorcida argumentación pseudológica, el más vaporoso de los rumores, la suposición, la imaginación y la enfermiza fantasía amparada en el secreto. Si a una persona se le sorprendía hablando sola, si no asistía a las prácticas religiosas, si desobedecía las instrucciones de los sacerdotes, si sus rezos eran ininteligibles, si padecía alguna enfermedad mental, si se le notaba rebeldía frente a la iglesia, si hacía afirmación alguna que no estuviera respaldada en las sagradas escrituras o las contradijera o siquiera las pusiera en duda, se podía decir que existía prueba de culpabilidad de herejía. Ha quedado registrado el caso de una anciana que residía en una aldea y que enfadada por no haber sido invitada a las diversiones de la gente del campo en un día de regocijo público, fue oída musitando algo para sus adentros y luego vista alejarse por los campos hacia una colina donde se la perdió de vista. Una violenta tormenta se desató unas 2 horas después, calando los huesos de los celebrantes y causando daños considerables a las cosechas. Esta mujer, fue arrestada, encarcelada y acusada de provocar la tormenta. Fue torturada hasta que confesó y cremada viva. Este lamentable espectáculo fue presenciado por personas de todas las edades y condición, con clara muestra de alborozo y satisfacción. Sobra decir que los gatos pagaron un pesado tributo al oscurantismo de la época, lo que les llevó a la hoguera bajo la sindicación de simbolizar al demonio y ser compañeros inseparables de la brujería. Millones de mininos sufrieron una despiadada cacería. Incluso, se les acusó de ser los culpables de la epidemia de la gran peste o peste negra (1346-1352) que causó la muerte a más de un tercio de la población Europea, pero años después, al descubrirse que la propagación se hacía a través de las ratas y parásitos, el gato volvió a ser aceptado. El procedimiento inquisitorial era una serie de actos encaminados a una sanción. No aplicaba la presunción de inocencia. Los veredictos de absolución fueron poco corrientes. El procedimiento comprendía: la citación, el interrogatorio y la sentencia. Para la citación normalmente se empleaban dos clases de comparendos: individual y general. En el primer caso solía ir al cura párroco de un sindicado de herejía. El cura informaba al incriminado en su hogar y luego repetía públicamente los cargos durante la misa del domingo siguiente. Luego, se ordenaba al sospechoso que se presentara a la oficina del inquisidor y se le encarcelaba a la espera del juicio. La negativa a presentarse era castigada con la excomunión temporal, la cual pasaba a ser permanente al cabo de un año. Entonces, el indiciado se veía condenado al destierro y era perseguido por hereje. En la segunda modalidad de citación, se ordenaba a toda la población que compareciera en un punto determinado de antemano. Una vez congregada la gente, el inquisidor pronunciaba ante ella un sermón. Posteriormente, los herejes podían confesarse y abjurar de sus errores y por tanto, se les absolvía de la excomunión. Por su parte, el interrogatorio, tenía como objetivo principal obtener una confesión libre y hacer que el sospechoso volviera al redil de la iglesia. El elemento más inquietante del interrogatorio era el secreto total que lo envolvía: el acusado nunca se enteraba del nombre de sus acusadores o de los testigos de cargo y a menudo tenía que hacer frente a un bombardeo de preguntas capciosas que formulaban unos inquisidores sagaces. La causa inquisitorial estaba plagada de trampas dialécticas y con la hoguera como última amenaza, tenía el lamentable defecto de forzar a sus víctimas a admitir cualquier cosa, sin embargo, no era suficiente confesar, ya que al procesado también se le exigía que informara en contra de sus colegas en prácticas heréticas; el juicio iba creciendo como una bola de nieve a medida que las delaciones incriminaban a otros sospechosos, que a su vez denunciaban a otros, con sus confesiones. Negarse a traicionar a sus amigos se consideraba como prueba de que la conversión no había sido completa. Otro rasgo notable del Santo Oficio como institución era su inmensa paciencia. Una vez el implicado era llevado a la cárcel, la inquisición gozaba de tiempo ilimitado para preparar y analizar cuidadosamente el expediente. La consigna era: no es necesario darse prisa, ya que el sufrimiento y las privaciones del encarcelamiento suelen provocar un cambio de opinión Se cita el caso de una mujer que se encarceló en Toulouse en 1297 y se sentenció en 1310. Aparte del interrogatorio y la espera que podía prolongarse durante años, el uso explícito de la tortura era un recurso más. Los prisioneros eran obligados habitualmente a confesar por la dureza de la prisión y la deficiencia de la comida, además de la tortura. El simple hecho de ver los instrumentos de tortura bastaba para arrancar confesiones de herejía. Entre los objetos vinculados al castigo físico y tortura, encontramos: La flauta del alborotador” instrumento hecho de hierro, mediante el cual los dedos del imputado eran aprisionados con mayor o menor fuerza, a voluntad del verdugo, llegando a aplastar los huesos y las articulaciones de los dedos; “La dama de hierro”, que consistía en un gran sarcófago con forma de muñeca, en cuyo interior, repleto de púas, se situaba al penitente y se cerraba, quedando todas las púas clavadas en el cuerpo; “La pera oral, vaginal o rectal”, era un instrumento en forma de pera hecho de hierro que terminaba con una llave de bronce y un gran tornillo. Se introducía cerrada en la boca, vagina o recto de la víctima y allí se desplegaba por medio del tornillo hasta su máxima apertura. El interior de la cavidad quedaba desgarrado. La pera oral era aplicada a los predicadores heréticos. La pera vaginal a las mujeres acusadas de brujería y adulterio. Y la rectal a los homosexuales. (Continuará)

Fernando IX University

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